A la memoria de José María Gatica, al cumplirse mañana el 45º aniversario del fallecimiento de un hombre que se sintió feliz, sólo mientras fue boxeador. Ni antes, ni después.
Una noche cualquiera, nadie sabe cómo, el fuego se tragó el kiosco de la estación ferroviaria de Villa Mercedes, provincia de San Luis. Fue en 1931. El dueño quedó en la ruina, y su esposa, María Tomasa Correa, decidió abandonarlo con tres de sus hijos. Así, otra noche cualquiera, el cuarteto aterrizó en Retiro con dos valijas y otros cinco bultos penosos.
Instalados en una pensión de peor muerte, los turistas comenzaron su nueva vida con ojos inocentes y pinta de culpables. Al pibe le tocó siempre la peor parte. Cuando tuvo doce años, su agenda laboral ya estaba repleta. Desde las siete de la mañana junta papeles en Plaza Constitución; a la tarde vende pastillas en los andenes, y combina esa tarea con su colaboración en una lechería, donde un gallego todo corazón le exije barrer la vereda, limpiar los baños y hacer los mandados, todo a cambio de comida y de guardarle el cajón de lustrar zapatos, que el empleado utiliza luego hasta la madrugada en la puerta del Café El Ancla, ochava sudeste de San Juan y Paseo Colón. A la escuela no va más. En San Luis había repetido tres veces el primer grado, y la maestra prefirió adoptarlo como custodia personal para imponer el orden en la clase.
Otra noche cualquiera, de 1939, el pibe se asoma a una de las ventanas de la Misión Inglesa, donde lo marinos británicos comen, escapan de la soledad, escuchan las charlas de un cura anglicano, y también boxean. El pibe de piel blanquísima y ojos verdes cumplió catorce años y cobra 30 centavos por pelear con el que cuadre, siempre que no lo supere en más de tres kilogramos. Tiene agallas y un estilo implacable, frenético. Allí lo descubre Lázaro Koci, un peluquero albanés, paciente buscador de nuevos prospectos, casi un mago en esa especialidad. Bajo su tutela, el pibe debutará en un campeonato amateur en la Federación, donde los jueces confunden los nombres y le otorgan el triunfo a su adversario, un tal Armando Castillo.
Tal vez este pibe sea mañana El Tigre (para él) o El Mono (para las tribunas), un hombre rico y envidiado, odiado y humillado por muchos que no le perdonaron delitos tales como decir ante un grupo de adulones: “les doy cinco minutos para mirarme”, o gravísimas faltas como declarar que un rival “tiene cara de lona”.
Esas imperdonables transgresiones (o acaso su condición de símbolo del primer peronismo) llevarán al pintoresco político Alfredo Palacios a sentenciar ante la muerte del pibe, bajo las ruedas de un colectivo -otra vez pobre y a los 38 años- que su personalidad (la del pibe) “no es digna como para preocupar al paÍs”, mientras otro país, al mismo tiempo, carga su ataúd a pulso durante siete horas hasta el cementerio de Avellaneda.
Podría haber sido Tigregatica, porque a él le hubiese gustado más. Pero el apelativo de Mono lo definió por las buenas y por las malas, que son las que quiero incluir en este blog. Las buenas y las malas de antes y de ahora. Las mías y las ajenas. Las de nuestro país y las del mundo. Las que nos permiten vivir y las que nos obligan a hacerlo. En Dios creo, y en algunas personas (muertas y vivas) también. No demasiadas. Pero suficientes. Todos los demás, que paguen al contado.
martes, 11 de noviembre de 2008
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1 comentario:
sin palabras hermoso relato
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